miércoles, 22 de julio de 2009

Recado regional para Gabriela




Que me hicieron peregrina…


Gabriela Mistral

Señora de la boca triste: puedes deponer tus escozores, maestra postergada. Hay en esta tierra un humus lento que acabó por germinar. He aquí tu huella local, retoñando en homenaje póstumo. Hubo en tu vida una floreciente melancolía, morriña en flor que halló en valles de sol la alegría tosca que la ciudad te negó. Hubo la amargura y la incomprensión encabalgadas en rastrero rechazo. Más que envidia franca, te dieron exclusión progresiva. Y el amor se coludió con el prejuicio para también en el corazón dejarte impronta de marginalidad…

Escribir, y metamorfosear en vocablo el afán de belleza; sentir, y llenarse de porfía la pluma en ciernes: escribiste la llaga hecha ritmo, por afán de testarudez elegida.

Ahora es tiempo de que aprendamos la sobria lección histórica. Que nunca fuimos generosos contigo, que nuestra tierra áspera modeló una sequedad que te sancionó con desafecto, hasta la irrisión de que decidieras abandonarla para resultar consagrada bajo otros soles. Lo cierto es que esta región entonces no te mereció, pendolista, y nuestro ánimo bajuno te arrinconó sin tasa mientras tú alquitarabas la hermosura en cuartillas cuidadosas que te mantenían a contracorriente. Criticamos tu origen, tu ideario y tus estudios. Quisimos escarnecer tu falta de títulos –tituladora mayor de nuestras letras- haciendo befa de tu vocación cerril y hasta escribimos cartas imprecatorias que minaban tu sonrisa y torcieron tus comisuras. ¡Qué vocación de virulencia resentida se nos desbocó en tinta amarga! Cuánta gazmoñería insulsa, qué de invectivas virulentas y ponzoña a coro en voz de castrati atosigó tu permanencia en esta zona malpagadora… Pues el enano no advirtió del coloso sino una sombra sutoria, artesanal y de allí en adelante errabunda de siete leguas.

Y tus zapatos de fugitiva fueron el alejamiento primero que te llevó a buscar en distante latitud sureña un alivio que pronto se trocó en certidumbre de que el rencor no reconoce regiones. Quizá en esa comprobación ahogadora de que en Punta Arenas y Temuco y Santiago también serías crucificada, comenzó a decantarse una comprensión mayor y más duradera, que te resultaría amargamente liberadora: ya toda la geografía de burócratas y petimetres te atacaba, con prescindencia de provincias específicas.

Allí comenzó tu desapego, Gabriela sola: en esa constatación ácida se gestó desprendimiento tal que te resultaría salvador para no sucumbir en tristeza desganada. Así como de tal distancia autoprotectora –más una actitud interior que leguas de espacio externo- se nutriría en adelante tu estro, escogiendo los objetos de tu poesía entre la pléyade de sujetos alternativos que –y éstos sí se te daban en plenitud recíproca- habrían de poblar tu arte en procesión inagotable.

Sólo en el comienzo de tu carrera el amor individual fue tu motivo. Pero ya te sirvió para esculpir el insuperable epitafio de los Sonetos de la Muerte. Luego, gradualmente, tu literatura transitaría desde la intimidad dolida hasta el diálogo arrobado con niños y postergados variopintos, desde la hosquedad bruna de una huesa hacia el paisaje chileno entero, bello a pesar de sus habitantes. Y sobrevendría la explosión golosa y gozosa de unas letras que se proyectarían universales sin por ello dejar de cantar a la región de su origen. Una concordancia extrema de fondo y forma entre la esperanza reconcentrada de una poesía muy cuidadosa y unos valles nortinos de calor y estrechez constantes, símil de la sujeción de la espontaneidad y al mismo tiempo imperio de primavera descontrolada como el Valle de Elqui.

Agreste Gabriela, nos has informado prolijamente de la compañía que la naturaleza te proporcionó supliendo el desamor y la falta de amistades de tu juventud. Y la compenetración de tuétano que alcanzaste con el paisaje nortino y sus brotes fue el primer estadio de tu misticismo poético, que ya no te abandonaría ni en los más remotos términos del peregrinaje ulterior.

Fertilidad vicaria, entonces, trasuntando desde flores y frutos una óptica de adentramiento luminoso y duro donde la región deviene alegoría del mundo extenso que más tarde recorrerás, ratificando cada vez lo que tú misma afirmaste: “Una paganía congenital vivo desde siempre con los árboles, especie de trato viviente y fraterno: el habla forestal apenas balbuceada me basta por días y por meses” (1).

Numen tuyo es la transubstanciación literaria que el genio puede operar: alzarse más allá de maledicencia vermiforme y alcanzar una dimensión universal que sea, precisamente, superación de la estrechez circunvalante y deleitoso convite a la fruición de lo positivo natural en medio del estiércol social. Escribiste: “Chile, el país templado que dicen las geografías, tiene, por juego de contradicción, el subtrópico de Coquimbo y Aconcagua, corto como un ‘echantillon’, pero que le basta para un bocado de exotismo” (2). Y no puedo menos que advertir la ironía socarrona que perfuma tu prosa cundo nos retratas disimuladamente jugando a hablar de papayas: “La papaverácea, al igual del banano produce casi todo el año, en protesta contra los árboles cicateros de estación que llamean de fruto cuatro meses y, en seguida, se desnudan y huelgan y se quedan menesterosos de flor y hojas” (3).

Tu reproche es dulce, la muy disculpadora, pertinaz de humanidad ahíta. Por ello es que tu obra vuelve una y otra vez a la comarca que, inhóspita, te hospedó. Pues si la identidad es una forma estilística de la mismidad biográfica, entonces la rispidez vocativa de tu prosa tanto como el ritmo subyugante de tus eneasílbos hablan de una sede geográfica que te dio la mirada y la congoja por partes iguales. Sede que siempre siguió rural y no urbana, tanto como doloroso te fue el desprecio citadino y gaya la consolación bucólica.

La región entera está en deuda contigo, reina de pueblo chico y monte muy grande: lo están nuestros compatriotas hace todo el siglo, y la patria misma, en la provincia retratada. He aquí que impetramos tu perdón esgrimiendo como único argumento solicitar la portentosa generosidad capaz de exclamar ¡perdona a nuestros abuelos, Señora, pues no sabían lo que hacían!

Ahora torne nuestra generación desorientada a encontrar el rumbo que esos nuestros abuelos extraviaron. Véngase el agradecimiento espeso que te escatimamos otrora y disuélvase tornadizo el viento del despecho. Que tú cantaste a nuestra cordillera y nuestros valles con amor profético, ventilando mundialmente lo que para ti había sido sólo consuelo local: “Muchas veces dormí yo, en una huerta, con mi papaya de olor en la mano” (4). ¿Qué sueño enjuto rumiabas junto a ese olor? ¿Qué mística expósita se acrisolaba en tu soledad?

Aquí empezamos a saldar el débito de gratitud que te mereces, y nos esmeramos en borrar con lectura apasionada la ignara indiferencia pretérita. Pues en tu letra nos rehacemos de espejo, reencontrando la vertiente identitaria que redima nuestra estulticia ya secular. De modo que tras enecharte sin reflexión, defenestrando tus cantos, descubrimos azorados que tus raíces permanecieron y podemos ahora recobrarte para exclamar en maravilla: gracias, peregrina, por dedicarnos desde lejos tu regreso en tinta, temblor y turgencia. Bienvenida y bienleída llegas. Gracias por un caudal que seguimos descubriendo en ingente vértigo lector. Y gracias, sobre todo, por lo mejor que de nosotros mismos develamos en tu cartografía de monte parsimonioso, fruto luctuoso y ladera urgente. Y este reencuentro que aquí proclamo es la caricia bienhechora que busca que nunca más te nos alejes cantando tus venganzas hermosas, errabunda en perihelio desenfrenado…

Fin.

Notas:

Gabriela Mistral: Elogio de las Cosas de la Tierra. Santiago de Chile, Editorial. Andrés Bello, 1976. Primera edición, a cargo de Roque Esteban Scarpa.

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